El error que originó la Ley de Murphy: un jefe enojado, un exabrupto viral y la seguridad de que todo irá mal siempre

Edward Murphy fue integrante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y desarrolló mejoras en la navegación aeroespacial de ese país.

Estaba enojado. Furioso. Frustrado y, a la vez, dotado de la arrogancia de los que se creen infalibles. Edward Murphy tenía 31 años el día en el que pronunció la frase que, con algún “teléfono descompuesto” de por medio, llegaría a convertirse en una especie de ley. Es más, una ley que lleva nada menos que su nombre y que propone, según el imaginario colectivo, que “todo lo que pueda salir mal, saldrá mal”.

Que si una tostada cae de la mesa al piso, caerá del lado untado y no del seco, para que el desayuno quede todavía más arruinado, y el piso, más sucio. Que al elegir una fila para pagar en el supermercado, la de al lado se moverá más rápido. Y que si se decide cambiar de fila para agilizar la espera, entonces la suerte cambiará y la recién abandonada tomará velocidad y la elegida se pondrá lenta. Y que lo mismo podría ocurrirle a cualquiera frente a la cabina del peaje.

Esos son los ejemplos que, popularmente, más se usan para tratar de explicar de qué se trata la llamada Ley de Murphy, que recibió ese nombre gracias al ingeniero aeroespacial de cuyo nacimiento se cumplen este sábado 106 años. Y que se trata de un enunciado cargado de cierto pesimismo y, también, de la conciencia de que los humanos nos equivocamos bastante seguido. Pero para que esa idea de que todo saldrá mal se extendiera popularmente se necesitaron algunos ingredientes: un exabrupto, una serie de deformaciones de las que ocurren en el llamado “radiopasillo”, y una conferencia de prensa.

Edward A. Murphy había nacido en 1918 y, hacia 1949, llevaba una carrera promisoria en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Se especializaba, como ingeniero, en la investigación y experimentación que buscaba desarrollar la navegación aeroespacial de su país, y en ese entonces era parte fundamental del Plan MX100 que se desarrollaba en la Base Aérea Edwards, de California.

El experimento liderado por Murphy buscaba mejorar la precisión de algunos instrumentos de navegación.

En concreto, Murphy dirigía los experimentos que la Fuerza Aérea hacía con cohetes sobre rieles. Buscaban determinar la resistencia humana a la fuerza de gravedad durante una desaceleración muy brusca. Y para determinar la resistencia humana a esa fuerza, la llamada “fuerza G”, debían instalar instrumentos de medición en los cohetes que corrían a través de los rieles. El objetivo final de esa fase del plan estadounidense era poder asegurarse de que las herramientas que estaban desarrollando para poner a bordo de sus naves serían lo suficientemente precisas como para orientar al piloto en su navegación.

Lo que desconcertó primero, y enfureció después, a Murphy fue cuando, a pesar de que efectivamente se había producido una resistencia, los medidores mostraron como resultado un clarísimo cero. Todo el procedimiento de la circulación del cohete sobre los rieles se había hecho bien, pero la medición resultaba nula. ¿Qué había pasado? Murphy lo supo enseguida.

“Todo lo que podrías haber hecho mal, lo hiciste mal”, le espetó a su asistente. El error estaba en el cableado: se podía conectar sólo de dos maneras. Una era la correcta, la que arrojaría una medición precisa. La otra era la fallida, la que daría como resultado cero. Murphy supo que ese era el problema, y maltrató a su asistente frente a algunos de sus compañeros de trabajo y a otros ingenieros de la Fuerza Aérea.

La noticia de que Murphy había perdido la paciencia corrió rápido en la Base Edwards. Los ingenieros se burlaban de la arrogancia con la que su colega había descargado su furia contra el asistente que había cometido el error. Y, en medio de la parodia de su enojo, se fueron deformando sus palabras. Al final de la burla, la frase que ya circulaba en la base era “si algo puede salir mal, saldrá mal”, muchísimo más cercana a la formulación de la llamada Ley de Murphy que conocemos hasta hoy.

El capitán John Paul Stapp había sido el encargado de sentarse sobre el trineo y someter su cuerpo a esa desaceleración vertiginosa que serviría para evaluar los instrumentos de medición. Por el asiento del trineo ya habían pasado muñecos construidos con una fisonomía similar a la humana, y también chimpancés. Stapp sería el último de los voluntarios para que Murphy pudiera llevar a cabo su investigación, una vez que el cableado estuviera bien resuelto.

El capitán Snapp, fiel participante de los experimentos de Murphy y también divulgador hasta el cansancio del postulado que lo tenía como protagonista.

Stapp fue también un divulgador de aquel enojo repentino y resonante de Murphy, y de cómo había maltratado a su asistente por su equivocación a la hora de llevar a cabo las conexiones eléctricas. La frase crecía al interior de la Base Edwards, pero hubo una circunstancia que cambió su destino para siempre. Y estuvo a cargo del mismísimo capitán Stapp.

Sentado delante de una mesa y, sobre todo, al frente de numerosos periodistas locales y nacionales, Stapp encabezó una conferencia de prensa destinada a que la Fuerza Aérea pudiera contar los avances obtenidos en la investigación de la que Murphy había sido protagonista.

Fue en ese contexto que el capitán respondió una consulta puntual sobre por qué ni él ni los chimpancés habían resultado heridos durante la experimentación con el trineo sobre los rieles. Dotando de nuevo sentido a aquel postulado que había enunciado su colega en pleno enojo, Stapp aseguró que el hecho de que todos hubieran resultado ilesos tenía que ver con que, a la hora de hacer las pruebas, se habían considerado todos los resultados posibles de las mismas, previniendo las complicaciones que pudieran surgir. Dijo que eso, imaginar lo que puede salir mal y combatirlo antes de que ocurriera, se llamaba “Ley de Murphy”.

La postulación, deformada respecto de su original, ahora se convertía en algo así como un bien público y, además, en un giro que pasaba del pesimismo al realismo con cautela. Algo así como “las cosas pueden salir mal, contemplemos esa posibilidad e intentemos prevenirla”.

Lo frecuente es que la famosísima Ley de Murphy sea citada a la hora de explicar un mal resultado. Una fila demasiado lenta, una tostada demasiado untada o cualquier otro proceso que podría haber salido bien pero resultó mal. Sin embargo, de la popularización de un principio que advierte que, justamente, los resultados pueden no ser los esperados, surgió la prevención como necesidad para lograr que un proceso resultara eficaz y seguro.

Lo había dicho el capitán Stapp ante los periodistas: al tener en cuenta cualquier resultado de una prueba podían evitarse las consecuencias de los errores. Así, toda una rama del diseño industrial comenzó a trabajar en que las nuevas creaciones contemplaran los posibles errores de los usuarios y los subsanaran antes de tiempo. Un ejemplo de eso es el diseño de los chips que usan los teléfonos celulares: por su forma, entran de una sola manera en la ranura que los contiene. Eso evita equivocaciones.

Sin embargo, la Ley de Murphy parece estar socialmente destinada a ser pronunciada justo después de que algo resulte distinto a lo esperado. “Si algo puede salir mal, entonces saldrá mal”, reza el postulado, algo alejado de aquel reto impiadoso del ingeniero hacia su asistente. Lo que no advierte la afirmación es que equivocarse siempre está en el terreno de las posibilidades; lo importante es aprender lo que ese error pueda enseñar, e intentar una vez más. Hasta que salga.

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