San Martín en Grand Bourg: así fue la vida del Libertador en Francia

Luego de dejar Sudamérica para siempre, el Gral. José de San Martín se estableció, primero en Bruselas (Bélgica), para después mudarse a París, pocos años después, período en el que también aprovechó para viajar por Europa. Tal vez fue en la capital gala que volvió a coincidir con el sevillano Alejandro Aguado y Ramírez, marqués de las Marismas del Guadalquivir; un antiguo compañero de armas suyo en el Ejército Español.

En efecto, Aguado había participado en la Guerra de la Independencia española, luchando contra Napoleón, en las primeras batallas más resonantes de ese conflicto. Sin embargo, después de la caída de Sevilla, a manos de los galos, quizás por sus ideas liberales; Aguado se pasó al bando de los invasores; lo que le valió que lo tildaran de “afrancesado”. Sirvió en las fuerzas francesas hasta el final de las Guerras Napoleónicas. Vuelto al trono Fernando VII, para evitar las represalias y ser tratado como traidor, emigró a París; donde ya como civil, tal vez gracias a su origen judío, prosperó en el mundo de los negocios de aquella época; y se convirtió en el hombre más rico de Francia. Fue un gran emprendedor y destacado empresario, que invirtió en los proyectos más trascendentes de comercio exterior, infraestructura, obra pública y la banca de Europa Occidental.  Llegó a ser el banquero más importante de su tiempo. Era una persona generosa, un destacado mecenas y protector de artistas, refugiados, emigrados; así como también antiguos amigos, paisanos y compatriotas suyos.

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 Alejandro Aguado y Ramírez, marqués de las Marismas del Guadalquivir

Por esa época, la relación entre San Martín y Aguado se hizo aún más estrecha. Tal es así, que Aguado designó a San Martín como el albacea de su cuantiosa herencia, así como tutor de sus tres hijos y legatario de valiosas alhajas y condecoraciones personales.

Con la ayuda de Aguado, San Martín adquirió, el 25 de Abril de 1834 una “maison” en la comuna de Évry, a 27 km de París. Era su famosa casa de “Grand Bourg”, llamada así para distinguirla de otra vecina: “Petit Bourg”, donde vivía el propio Aguado.

Grand Bourg era una casa de campo cómoda, de tres pisos, con comodidades para alojar a una familia: en la planta baja había un salón, el comedor y la cocina.  El primer piso tenía cinco habitaciones y el segundo, tres. Estaba ubicada de un amplio parque de alrededor de una hectárea. Tenía una huerta, con árboles frutales, jardín, un invernadero y dependencias para guardar herramientas y enseres de jardinería. En ese parque solía encontrarse San Martín con su amigo, el marqués, para compartir veladas y amenas charlas. El Libertador disfrutaba realizar la jardinería en los espacios verdes de su propiedad.

Al tiempo, su hija Mercedes se casó con Mariano Balcarce, hijo de su amigo, Antonio González Balcarce, el general responsable de la primera victoria de las armas patrias en Suipacha. Luego llegaron sus nietas (Mercedes y Josefa); que crecieron, también en Grand Bourg.

En 1835, San Martín adquirió una propiedad en París, ubicada en la Rue Nueve Saint- Georges. A partir de allí, la vida del Libertador transcurriría entre Grand Bourg y la capital gala. El ferrocarril permitía comunicar fácil y rápidamente ambas localidades, en dos horas y media, aproximadamente.

El General pasaba la mayor parte del tiempo en su casa de campo, como se lo contó a Pedro Molina:  “Hace más de tres años que vivo retirado en este desierto; pero como en él he encontrado el restablecimiento de mi salud y por otra parte la tranquilidad que en él gozo es más conforme con mi carácter y edad, lo prefiero a vivir en París, cuya residencia después de ser contraria a mi salud yo no la encuentro buena más que para los que desean una sociedad activa o se hallan precisados a residir por sus negocios: si, como espero, la tranquilidad de nuestra patria se consolida en términos que me aseguren poder pasar mi vejez en reposo, regresaré a ella con el mayor placer, pues no deseo otra cosa que morir en su seno”.

Su rutina, como buen militar retirado era sencilla y casi espartana. Se levantaba al alba, preparaba su desayuno y luego picaba su tabaco, que luego fumaba en pipa o en chala. Después, limpiaba alguna pieza de su colección de armas; realizaba trabajos de carpintería o de jardinería. También ilustraba litografías, con imágenes de barcos, paisajes marinos y escenas campestres; lo cual le recordaba su afición a la pintura en su época de juventud.
 

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Casa de Grand Bourg (Francia)

Fue en Grand Bourg que San Martín recibió visitas ilustres, que lo recordaron. Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Felipe Varela, Félix Frías y otros destacados protagonistas de nuestra historia.

¿Cómo era San Martín en esa época’ Nada mejor que acudir al tucumano Alberdi, quien compartirá con nosotros la desbordante emoción que sintió al conocerlo; primero en la casa de un amigo, en París; y luego nos contará sus sensaciones al viajar, por primera vez, en tren, para visitar al Libertador; desde la Ciudad de la Luz hacia la estación de Ris; y de allí, en carruaje, media hora más, hasta la residencia de Grand Bourg:

“Paris 14 de Setiembre de 1843. El primero de Setiembre, á eso de las 11 de la mañana, estaba yo en casa de mi amigo el señor D. M. J. de Guerrico; con quien debíamos asistir al entierro de una hija del señor Ochoa, poeta español, en el cementerio de Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó, exclamando:  ‘El General SAN MARTIN’. Me paré, lleno de agradable sorpresa, á ver la gran celebridad americana, que tanto ansiaba conocer. Mis ojos, clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. Entró, por fin, con su sombrero en la mano; con la modestia y apocamiento de un hombre común. ¡Qué diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él, sus admiradores en América! 

Por ejemplo: Yo le esperaba más alto y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. 

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Yo le suponía grueso; y sin embargo de que lo está, más que cuando hacia la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne; pero le hallé vivo y fácil en sus ademanes; y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común. Al ver el modo como se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo; porque parece que él es el primero en creerlo así. 

Yo había oído que su salud padecía mucho; pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido de la guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos. El general San Martin padece en su salud cuando está en inacción, y se cura con solo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse la fiebre de acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su tempestuosa juventud. Su bonita y bien proporcionada cabeza, que no es grande, conserva todos sus cabellos, blancos hoy casi totalmente; no usa patilla, ni bigote a pesar de que hoy los llevan por moda hasta los más pacíficos ancianos. Su frente, que no anuncia un gran pensador, promete sin embargo una inteligencia clara y despejada, un espíritu deliberado y audaz. Sus grandes cejas negras suben hacia el medio de la frente, cada vez que se abren sus ojos, llenos aun del fuego de la juventud. La nariz es larga y aguileña; la boca pequeña y ricamente dentada, es graciosa cuando sonríe; la barba es aguda. 

Estaba vestido con sencillez y propiedad, corbata negra atada con negligencia, chaleco de seda negro, levita del mismo color, pantalón mezcla celeste, zapatos grandes. Cuando se paró para despedirse, acepté y cerré, con mis dos manos, la derecha del gran hombre que había hecho vibrar la espada libertadora de Chile y el Perú. En ese momento se despedía para uno de los viajes que hace en el interior de la Francia en la estación del verano. 

No obstante su larga residencia en España, su acento es el mismo de nuestros hombres de América, coetáneos suyos. En su casa habla alternativamente el español y francés, y muchas veces mezcla palabras de los dos idiomas, lo que le hace decir con mucha gracia, que llegará un día en que se verá privado de uno y otro, ó tendrá que hablar un patois de su propia invención. Rara vez, ó nunca habla de política. Jamás trae á la conversación, con personas indiferentes, sus campañas de Sud América; sin embargo, en general le gusta hablar de empresas militares. 

Yo había sido invitado por su excelente hijo político, el señor Don Mariano Balcarce, á pasar un día en su casa de campo en Grand Bourg, como seis leguas y media de Paris. Este paseo debía ser para mí tanto más ameno cuanto que debía hacerlo por el camino de hierro, en que nunca había andado.  A las once del día señalado, nos trasladamos con mi amigo, el señor Guerrico, al establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás del Jardín de Plantas. El convoy que debía partir pocos momentos después, se componía de 25 a 30 carruajes de tres categorías. Acomodadas las 800 á 1000 personas que hacían el viaje, se oyó un silbido, que era la señal preventiva del momento de partir.

Un silencio profundo le sucedió, y el formidable convoy se puso en movimiento apenas se hizo oír el eco de la campana, que es la señal de partida. En los primeros instantes, la velocidad no es mayor que la de los carros ordinarios; pero la extraordinaria rapidez que ha dado á este sistema de locomoción la celebridad de que goza, no tarda en aparecer. El movimiento entonces es insensible, á tal punto que uno puede conducirse en el coche, como si se hallase en su propia habitación. Los árboles y edificios, que se encuentran en el borde del camino, parecen pasar por delante de la ventana del carruaje con la prontitud del relámpago, formando un soplo parecido al de la bala. A eso de la una de la tarde, se detuvo el convoy en Ris; de allí á la casa del General San Martin hay una media hora, que anduvimos en un carruaje enviado en busca nuestra por el señor Balcarce. 

La casa del General San Martin está circundada de calles estériles y tristes, que forman los muros de las heredades vecinas. Se compone de un área de terreno igual, con poca diferencia a una cuadra cuadrada nuestra. El edificio es de un solo cuerpo y dos pisos altos. Sus paredes, blanqueadas con esmero, contrastan con el negro de la pizarra que cubre el techo, de forma irregular. Una hermosa acacia blanca da su sombra al alegre patio de la habitación. 

El terreno que forma el resto de la posesión está cultivado con esmero y gusto exquisito; no hay un punto en que no se alce una planta estimable o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una profusión extraordinaria, llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del General San Martin, la señora Balcarce,  cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad la del padre, es la que ha sabido dar a la distribución doméstica de aquella casa, el buen tono que distingue su esmerada educación. 

El General ocupa las habitaciones altas que miran al norte. He visitado su gabinete lleno de la sencillez y método de un filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible colgada al muro, la gloriosa espada que cambió un día la faz de la América occidental. Tuve el placer de tocarla y verla á mi gusto; es excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición; en una palabra, de la forma denominada vulgarmente moruna. Está admirablemente conservada; sus grandes virolas son amarillas, labradas, y la vaina que la sostiene es de un cuero negro graneado, semejante al del jabalí. La hoja es blanca enteramente, sin pavon ni ornamento alguno. A su lado, estaban también las pistolas grandes inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña del Pacífico”.

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