Compartimos a continuación este profundo trabajo del compañero Ángel Paliza, docente universitario de Tucumán, quien desarrolla aquí sus opiniones sobre este tema de actualidad. Por la magnitud del trabajo, el mismo está presentado en dos partes consecutivas, las cuales podés leer a continuación.
Este es un proyecto de trabajo sobre el tema “control social”. El ensayo, si bien analiza el tema control social lo hace desde una perspectiva totalmente diferente a la que hacen algunas Ciencias Sociales. Cuando en criminología, por ejemplo, se refiere al concepto “control social”, se aborda al tema como el control qué hace la sociedad en su conjunto sobre las acciones de los ciudadanos que se desvían de las reglas de conducta impuestas socialmente. Es decir, las reglas que (supuestamente) la sociedad elabora a través de sus órganos legislativos.
Nosotros junto a otros analistas (la denominada criminología crítica), abordamos la cuestión considerando que esa es una visión sesgada de lo que significa la expresión “control social”.
En una sociedad dividida en clases sociales, en dónde existen sectores que ejercen el control de la economía, de la acumulación de riqueza, y en consecuencia, sobre el poder político, mediático, y comunicacional, la realidad es otra. Esos sectores ejercen el control sobre otras franjas de la población que se encuentran subordinadas a ese poder económico, prestando solamente la mano de obra necesaria para generar riqueza. Allí el concepto de control social adquiere otro sentido totalmente distinto.
Es el control social justamente lo que necesita la clase dominante para mantener a la clase dominada o subalterna, como algunos autores la denominan, en una posición de no rebelión o resistencia.
Según la concepción de Antonio Gramsci[1], cuando los mecanismos de percepción y seducción fracasan, el poder recurre a otras formas de control que van desde la represión directa, hasta la simbólica o larvada. Resulta para este caso correcta la frase tan utilizada tanto en criminología como en Derecho Penal: “El Estado ejerce en monopolio de la violencia”. Es una justificación que invisibiliza la instrumenlización de la fuerza estatal en favor de la clase dominante. En este sentido, la criminología tradicional presenta al Estado como un organismo neutro, cuando en realidad, siguiendo a Gramsci y a Lenin (Estado y Revolución), es un aparato que garantiza la hegemonía de quienes ostentan el poder.
En la era digital, las estrategias del control social han alcanzado niveles de sofisticación sin precedentes. El avance de la inteligencia artificial y la hiperconectividad han permitido una manipulación más sutil y efectiva del pensamiento colectivo. La alienación del capital se profundiza con la inundación de información irrelevante, la distracción permanente y el vaciamiento ideológico. Se generan discursos que desvían la atención de los problemas estructurales y fomentan la fragmentación de los sectores subalternos.
La noción de “gente de bien” es otro mecanismo ideológico ambiguo y estratégicamente construido. Al carecer de una definición precisa, amplios sectores de la sociedad pueden autoidentificarse con esta categoría, excluyendo a los “otros” que se presentan como una amenaza para el orden. Este tipo de dicotomía –“nosotros contra ellos”- no se fundamenta de una lucha de clases consciente, sino de una segmentación artificial que refuerza la dominación.
En conclusión, el control social en la era digital ha perfeccionado los mecanismos de hegemonía descritos por Gramsci. La coerción sigue presente, pero cada vez más combinada con estrategias de manipulación ideológica y mediática. La batalla cultural no es concepto vacío, sino una lucha efectiva por el “sentido común” de la sociedad. La cuestión central es si los sectores subalternos serán capaces de construir una forma de contrahegemonía que desenmascare estos dispositivos de dominación y dispute el poder, tanto en ámbito simbólico como en el ámbito político.
En todo caso si se manifiesta alguna resistencia, de alguna manera el statu quo se debe mantener garantizado, aunque sea por otros medios distintos de la violencia estatal, como por ejemplo desde la persuasión o la seducción hasta la represión (aunque no provenga del Estado).
Justamente, lo que pretendemos en este ensayo es desarrollar la manera en que se han estado perfeccionando desde la historia reciente e incluso desde la historia antigua los métodos de control sobre los sectores subalternos.
Estos mecanismos de control en los últimos tiempos se han perfeccionado justamente porque se han perfeccionado las tecnologías destinadas a engendrar de alguna manera un vaciamiento en la capacidad de razonar (sobre todo en algunas franjas sociales y etarias) y de evaluar el contexto en el que vivimos. Es decir, la alienación del capital se manifiesta exponencialmente.
Ese contexto incluye la utilización de metodologías diversas, desde la inteligencia artificial hasta el vaciamiento ideológico, o más bien la utilización de la IA al servicio del vaciamiento de la conciencia. La distracción en cuestiones totalmente colaterales o secundarias frente a los principales problemas a los que se enfrenta el sector subalterno.
Control Social: una Perspectiva Crítica desde la Lucha de Clases y la Hegemonía Cultural
Desde la perspectiva de la criminología crítica —y con apoyo en el pensamiento de Antonio Gramsci— comprendemos que, en una sociedad dividida en clases, este supuesto consenso es, en realidad, el resultado de una imposición ideológica de la clase dominante sobre la subalterna. Como señala Gramsci: “Toda relación de hegemonía es necesariamente una relación pedagógica” (Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 10, §44).
La hegemonía no se impone solo mediante la violencia o la coerción directa, sino a través de la dirección intelectual y moral. En palabras de Gramsci: “El dominio de una clase se manifiesta tanto en la ‘coerción’ como en el ‘consenso’. El Estado es el equilibrio entre estos dos elementos: fuerza y consentimiento” (Cuaderno 1, §44).
Es decir, el Estado no es un árbitro neutral, como lo presenta la criminología tradicional, sino un aparato articulado por instituciones coercitivas (como la policía y la justicia) y por aparatos ideológicos (como la escuela, los medios de comunicación, la iglesia), que funcionan como vehículos del control social. En esta dirección, Lenin ya había señalado que el Estado es un instrumento de la clase dominante para mantener su poder (El Estado y la Revolución), y Gramsci complementa esta visión afirmando que el dominio se sostiene sobre un delicado equilibrio entre la coerción (el uso de la fuerza) y el consentimiento (la hegemonía ideológica).
Cuando los mecanismos de persuasión y seducción fracasan, el poder recurre a formas más explícitas de represión simbólica o física. Gramsci lo expresa con claridad: “El Estado es el conjunto de la actividad teórica y práctica con la cual la clase dirigente no solo justifica y mantiene su dominio, sino que procura ganar el consenso activo de los gobernados” (Cuaderno 13, §18).
En la actualidad, la era digital ha potenciado este proceso de control ideológico. Las tecnologías de vigilancia, la inteligencia artificial y la hiperconectividad permiten hoy una manipulación más sutil y penetrante del pensamiento colectivo. La alienación generada por el capital se profundiza a través del exceso de información irrelevante, la banalización de los discursos y la fragmentación de los sectores subalternos.
Gramsci anticipó de alguna manera esta situación al advertir que la hegemonía se construye desde la sociedad civil, no solo desde las instituciones estatales. En sus palabras: “Entre la estructura económica y el Estado con sus leyes coercitivas, está la sociedad civil, entendida como el conjunto de los organismos vulgarmente llamados ‘privados’” (Cuaderno 4, §38).
En este contexto, los medios masivos de comunicación, las redes sociales y los algoritmos no solo informan, sino que producen subjetividad, moldean el sentido común y refuerzan el orden establecido. La noción ambigua de “gente de bien”, por ejemplo, permite que vastos sectores se autoidentifiquen con una supuesta moral superior, mientras excluyen a los “otros” que representan una amenaza para ese orden. Esta fragmentación ideológica impide una verdadera conciencia de clase y fortalece la dominación.
Como escribió Gramsci: “El problema de la hegemonía cultural es el problema de cómo se conforma y organiza el consenso. […] Toda revolución debe ser precedida por una batalla por el sentido común” (Cuaderno 3, §49).
En resumen, el control social en el capitalismo tardío y digital ha refinado y profundizado los mecanismos de hegemonía cultural descritos por Gramsci. La coerción no ha desaparecido, pero se encuentra cada vez más combinada con formas ideológicas, discursivas y simbólicas de dominación. La “batalla cultural” es, en este sentido, una lucha por la construcción de una nueva subjetividad colectiva.
Concluye Gramsci: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados” (Cuaderno 3, §34).
El aporte de Alessandro Baratta[2]
Baratta nos plantea que el control social no es neutral ni equitativo, sino que responde a una lógica de dominación en la que las normas de mecanismo de vigilancia están diseñadas para beneficiar a los sectores privilegiados y perpetuar la exclusión de los sectores subalternos. Desde esta perspectiva, el sistema Penal y los dispositivos de control, no solo regulan conductas, sino que producen y refuerzan diferencias de clases, raza y género, criminalizando a ciertos grupos mientras protegen los intereses de las elites.
Lo que Baratta llama “Criminalización secundaria” resulta clave para comprender este fenómeno. Según él, el Derecho Penal no persigue de manera equitativa a todos los infractores, sino que se focaliza en sectores históricamente marginados, reproduciendo así la estructura de desigualdad económica. En este sentido el control social en la era digital no solamente busca reprimir, sino también segmentar a través de tecnologías de vigilancia que refuerzan los prejuicios y estereotipos.
Baratta señala que el control social opera mediante la manipulación del discurso jurídico y mediático. La educación, los medios de comunicación, y las redes sociales, no solo informan, sino que también reproducen y validan narrativas que definen que conductas y que sujetos son legítimos y cuales son peligrosos. La noción de “gente de bien” es un claro ejemplo de una categoría ideológica que refuerza la exclusión de los sectores populares, permitiendo que amplios grupos poblacionales se autoidentifiquen con ella y apoyen políticas de control punitivo.
Baratta afirma que “el delito es una construcción social amparada por el derecho y que obedece a la clase dominante” (Revistas de Nicaragua+1Revista Centroamericana de Jornales+1).
La represión directa no es el único mecanismo eficaz de control; también se emplean formas más sofisticadas como la vigilancia masiva, los sesgos algorítmicos y la exclusión digital. Las redes sociales, las plataformas digitales y los sistemas biométricos operan como nuevas formas de control que —en plena coincidencia con la concepción de Gramsci— refuerzan las desigualdades sociales al segmentar y criminalizar a poblaciones específicas.
- Sobre la selectividad del sistema penal:
“El sistema penal opera siempre selectivamente y selecciona conforme a estereotipos que fabrican los medios masivos, en otras palabras, es un dato estructural”. Tu Espacio Jurídico[3]
- Sobre la criminalización secundaria y su impacto en las clases subalternas:
“La criminalización primaria y secundaria son comunes entre los países latinoamericanos que, bajo la óptica de la criminología crítica, se traducen en mecanismos de control social que el derecho penal ejerce”.
ResearchGate+1Redalyc+1[4]
- Sobre la ideología de la defensa social y la legitimación del sistema represivo:
“La ideología penal identificada como ideología de la defensa social […] legitima instituciones sociales atribuyéndoles funciones ideales diversas de las que realmente ejercen”.
Scribd+1derechoareplica.org+1[5]
- Sobre la necesidad de una política criminal alternativa:
“Una política criminal alternativa no puede quedar limitada a una perspectiva reformista y humanitaria, sino que debe tratarse de una política de grandes reformas sociales e institucionales para el desarrollo de la igualdad, la democracia, la vida comunitaria alternativa y más humana”.
Baratta considera que el control social en la era digital, al igual que la concepción gramsciana, no solo se basa en la cohesión estatal, sino en la reproducción de desigualdades mediante mecanismos tecnológicos y jurídicos que privatizan a los sectores subalternos. Siguiendo lo que vimos en Baratta, podemos entender en la lucha política no solo debe orientarse a cuestionar al sistema penal y las políticas represivas, sino también a desmantelar los mecanismos de exclusión y segmentación social que sustentan el modelo de dominación contemporáneo. La resistencia, por tanto, para Baratta implicaba no solo enfrentar la represión directa, sino además desafiar las estructuras de poder que legitiman la desigualdad, la criminalización de la protesta y la pobreza.
Coincidimos con la crítica desde la perspectiva criminológica sobre cuando fracasan las técnicas de control no violentas se recurre desde el Estado a otros mecanismos de dominación (o más bien vemos que se combinan en la realidad, “palos y persuasión”). Lo más frecuente es que se combinen de una manera perversa. Lo que significa que traslada la posibilidad de reacción (violenta o no) de la víctima o de cualquier persona al Estado.
Sin embargo, ya sabemos que el Estado no es eso. El Estado es simplemente un instrumento que utiliza el sector social que detenta el poder político frente a aquellos que no lo detentan y que denominaremos sectores subalternos (siguiendo a Lenin y Gramsci).
En esto Baratta coincide fundamentalmente con la versión Gramsciana del Estado, no solamente aparece como un ente burocrático en el cual se expresan las distintas contradicciones que se dan en la sociedad, sino que virtualmente el estado es el garante lo que Gramsci denomina hegemonía.
Es decir, la hegemonía de poder en todos los ámbitos de la clase dominante se expresa no solamente en la fuerza que puede ejercer sobre aquellos que se rebelan sino además en el poder de generar una especie de sentido común social que coincida con el “sentido común” de la clase dominante, es decir el sentido común para el conjunto de la sociedad tendrá que ser aquello que se considere sentido común para los sectores que detentan el poder, que, salvo la toma del poder del estado por los sectores subalternos, por lo general son aquellos vinculados a los capitales concentrados. Ellos en adelante serán “los buenos”, mientras que cualquiera que cuestione esa forma de pensar, serán “los malos” que no son capaces de ver el “paraíso capitalista” que se manifiesta frente a ellos.
En la actualidad podemos encontrar ejemplos muy fuertes sobre todo por la derechización que se está dando a nivel mundial en la política. Gobiernos en Europa y en América como lo de Donald Trump en EEUU, Meloni en Italia y lo de Milei en la Argentina en dónde se pretende generar a través de la elaboración de un enemigo común, o la construcción de varios enemigos comunes, ya sea el inmigrante o los “homeless”(indigentes) piqueteros, jubilados, una versión intencionadamente genérica de “los zurdos” o “la Izquierda” que abarca un arco amplísimo de posibilidades es decir se considera que no solo son enemigos de los opresores sino que son enemigos además de toda la sociedad esto forma parte de lo que, por ejemplo, en la Argentina el libertario Milei denomina (correctamente) “la batalla cultural” .
Y en realidad es una batalla cultural, porque es una batalla para convencer al conjunto de la sociedad de que el enemigo no es el multimillonario que extrae la riqueza y contamina los ríos y los mares, el que explota la mano de obra asalariada, el especulador financiero, sino que el enemigo es el mismo asalariado que corta las calles o detiene los trenes o impide volar a los aviones cuando protesta o en todo caso el enemigo el que no tiene trabajo y revuelve la basura y además “seguramente se droga y roba”, o el que se jubiló y es una carga para el Estado, o el empleado público (supuestamente corrupto y holgazán) o el ama de casa. En fin, cualquier tipo de disidencia social como la comunidad LGTBI, y así podríamos seguir con la lista enorme de enemigos de “la gente de bien”.
El aporte de Michel Foucault[6]
Foucault nos enseña que el poder no es una entidad centralizada ni un simple mecanismo de coerción, sino una red capilar que atraviesa todos los ámbitos de la sociedad. En este sentido, el control social no es solo una estratégica de dominación de las clases dirigentes, sino un conjunto de dispositivos de saber y poder que configuran subjetividades, normas y comportamientos. El poder, lejos de imponerse de manera unidireccional, se ejerce de manera difusa a través de instituciones, discursos y tecnologías de vigilancia.
Las redes sociales, los algoritmos y las plataformas digitales operan como tecnologías de gobierno que modelan subjetividades, estableciendo qué es visible y qué es marginal, lo que merece ser legitimado y lo que debe ser censurado.
El concepto de biopolítica de Foucault es fundamental para comprender este fenómeno. A diferencia de la soberanía tradicional, que se basaba en el derecho de muerte, la biopolítica se orienta hacia la administración de la vida y la regulación de la población. En este sentido, el control social en la era digital, no solo busca reprimir (coincidiendo en esto con los autores antes citados), sino también inducir comportamiento, gestionar emociones y construir sujetos funcionales al sistema. El exceso de información, la hiperestimulación y la economía de la atención son estrategias claves para disciplinar y despolitizar la población.
Foucault señala que poder se ejerce a través del conocimiento. La educación, los medios de comunicación y las redes sociales, no solo informan, sino que también producen discursos que determinan que es “verdadero” y que es “falso”. La noción de gente de bien” que tomamos como ejemplo, es una clara manifestación de un dispositivo de poder que delimita quien pertenece al orden social legítimo y quien debe ser excluido y vigilado. El control social en la era digital, no solo se basa en la coerción estatal como ya dijimos, sino además en la producción de subjetividades a través de dispositivos de vigilancia, regulación y normalización. Siguiendo a Foucault podemos entender que la lucha política no solo debe limitarse a tomar el poder, sino además a desmantelar los mecanismos que lo sustentan en la vida cotidiana. La resistencia, por tanto, no solo implica enfrentar la represión indirecta, sino a desafiar las tecnologías de control que operan en el nivel de la subjetividad y la organización del saber, tal como opinan Harari y Han.
Foucault: “El poder no se posee, se ejerce. No es una propiedad, sino una estrategia” (Foucault, Historia de la sexualidad I, 1976). Esta noción descentralizada del poder permite comprender cómo opera a nivel micro, a través de múltiples canales que moldean conductas y modos de vida.
La vigilancia ya no se limita al panóptico tradicional, sino que se despliega en forma de dataveillance, donde cada clic, reacción o desplazamiento es registrado, clasificado y utilizado para modular nuestras decisiones.
El concepto de biopolítica es fundamental para comprender este fenómeno. A diferencia de la soberanía clásica, centrada en el “derecho de hacer morir o dejar vivir”, la biopolítica se orienta hacia la administración de la vida y la regulación de las poblaciones: “hacer vivir y dejar morir” (Foucault, Seguridad, territorio, población, 1978). El control social en la era digital, por tanto, no solo busca reprimir —como lo señalaron autores como Baratta—, sino también inducir comportamientos, gestionar emociones y construir sujetos funcionales al sistema.
El exceso de información, la hiperestimulación y la economía de la atención se vuelven estrategias clave para disciplinar y despolitizar a la población. En palabras de Foucault: “Allí donde hay poder, hay resistencia” (Historia de la sexualidad I), pero esa resistencia debe operar también en el terreno simbólico y afectivo.
Foucault subraya que el poder se ejerce a través del conocimiento. La educación, los medios de comunicación y las redes sociales no solo informan: también producen discursos que determinan qué es “verdadero” y qué es “falso”. Volviendo al ejemplo del concepto “gente de bien”, se transforma en un dispositivo de poder que delimita quién pertenece al orden social legítimo y quién debe ser excluido, vigilado o corregido.
El control social en la era digital, entonces, no se basa exclusivamente en la coerción estatal, sino en la producción de subjetividades mediante dispositivos de vigilancia, regulación y normalización.
¿La resistencia, por tanto, no solo implica enfrentar la represión directa, sino también desafiar las tecnologías de control, tal como opina la criminología crítica… pero cómo?
El aporte de Noam Chomsky[7].
Chomsky sostiene que el control social en las sociedades modernas no se impone exclusivamente por la fuerza, sino que se ejerce a través del consentimiento manufacturado. En este sentido las élites económicas y políticas utilizan los medios de comunicación y las plataformas digitales como instrumentos para modelar la percepción de la realidad, restringiendo el acceso a la información a la opinión crítica y promoviendo discursos que favorecen sus intereses. A través de esta manipulación, el poder logra presentar las desigualdades y las injusticias como fenómenos naturales e incuestionables.
Como ya lo manifestáramos en los párrafos anteriores, en la era digital estas estrategias de control social han alcanzado niveles de sofisticación sin precedentes.
Ya dijimos que con el desarrollo de la IA y la hiperconectividad, el poder no se ejerce únicamente mediante la represión directa utilizando medios estatales o para estatales, sino también a través de la propaganda digital, la censura algorítmica y la vigilancia masiva. Las redes sociales y los motores de búsqueda funcionan como filtros de información priorizando ciertos discursos mientras ocultan o desacreditan aquellos que desafían el statu quo.
Chomsky describe como el mecanismo más efectivo en lo que nosotros venimos definiendo como la “Batalla cultural” la creación de enemigos externos o internos para desviar la atención de los verdaderos problemas estructurales.
Hoy se da un proceso de derechización a nivel global tanto en Europa como en América y en Medio Oriente. En los países imperiales como EE. UU, Italia, Israel o Rusia, el enemigo es el inmigrante, o en el caso de Israel supuesto “terrorismo palestino”, mientras que en los países periféricos como Argentina, Brasil, El Salvador, etc., el enemigo se crea a partir de ver al fragmentado socialmente y marginado como una especie de “escoria social”. La “gente de bien” (expresión que venimos utilizando a modo de ejemplo ut supra) debe sentirse superior y ver en esos sectores marginales a un enemigo.
Esta táctica refuerza esta fragmentación social y dificulta la formación de movimientos políticos organizados contra las leyes discriminatorias.
Chomsky resalta el hecho de que el poder opera mediante la manipulación del lenguaje y la producción de narrativas ideológicas. Conceptos como “Libertad, “Democracia” y “Seguridad” son utilizados para justificar políticas de vigilancia y represión, mientras que cualquier cuestionamiento de modelo neoliberal es etiquetado como “Radical” o “Antipatriótico”. Pensando en la aplicación de ese concepto al gobierno de Milei en Argentina, los libertarianos gobernantes tildan de zurdos” o “cucas” a todo aquellos que no piensen como ellos y de esa manera quedaría excluida de esa categoría ideológica la denominada “gente de bien” que serían aquellos que adhieren ideológicamente a la derecha ultra liberal.
Aquí también el control social en la era digital, no solo se basa en la coerción estatal, sino en la fabricación del consentimiento a través de los medios de comunicación y las plataformas digitales. En consecuencia, el autor también manifiesta que la lucha debe darse en ese plano, el desafío al monopolio de la represión y la manipulación mediática desarrollando medios alternativos y desmantelar la estructura de poder.
Noam Chomsky sostiene que en las sociedades modernas el control social no se ejerce únicamente por medio de la represión directa, sino a través de lo que él denomina la fabricación del consentimiento (Manufacturing Consent, 1988). En este modelo, las élites económicas y políticas utilizan los medios de comunicación masiva —y hoy, las plataformas digitales— como instrumentos para moldear la percepción de la realidad, restringiendo el acceso a la información crítica y promoviendo discursos que favorecen sus intereses.
A través de esta manipulación simbólica, el poder logra presentar las desigualdades sociales, la pobreza y la violencia estructural como fenómenos naturales, inevitables e incluso necesarios. En palabras de Chomsky: “La propaganda es a la democracia lo que la porra es al estado totalitario”. Es decir, el consenso no surge de un debate abierto, sino de una cuidadosa selección de qué voces son amplificadas y cuáles son silenciadas.
Como ya señalamos, en la era digital estas estrategias de control social han alcanzado un nivel de sofisticación sin precedentes. Con el avance de la inteligencia artificial y la hiperconectividad, el poder se ejerce no solo mediante la represión estatal, sino también a través de la propaganda digital, la censura algorítmica y la vigilancia masiva. Las redes sociales y los motores de búsqueda funcionan como filtros de información que priorizan ciertos discursos, mientras invisibilizan o desacreditan aquellos que cuestionan el statu quo.
Chomsky, al igual que la criminología crítica, también advierte que uno de los mecanismos más eficaces del poder es la construcción de enemigos internos o externos para desviar la atención de los verdaderos problemas estructurales. Esta táctica es central en lo que denominamos la “batalla cultural”, una estrategia discursiva para reforzar la fragmentación social y evitar la formación de movimientos políticos organizados. En este escenario, la derecha global promueve un relato que posiciona a sectores marginados —inmigrantes, piqueteros, personas LGTBIQ+, jubilados, pobres— como amenazas al orden social.
En países como Estados Unidos (Trump), Italia (Meloni), Israel (Netanyahu), Rusia (Putin) o Argentina (Milei), entre otros, el enemigo es moldeado según el contexto: el inmigrante, el terrorista, el planero, el sindicalista, o “el zurdo”. La noción de “gente de bien” se constituye, así como una categoría ideológica ambigua, diseñada para aglutinar el sentido común dominante en torno a los intereses de la clase dominante. Como sostiene Chomsky: “Si puedes controlar el lenguaje, puedes controlar el pensamiento”.
En el caso de Argentina, el gobierno libertario de Javier Milei ha sabido explotar esta lógica de manera eficaz, tildando de “zurdos”, “cucas” o “vagos” a todos los que cuestionan su modelo económico y social, presentando a quienes adhieren a su visión ultraliberal como los verdaderos representantes del pueblo y del progreso. Esta operación discursiva refuerza una división tajante entre “nosotros” (la gente de bien) y “ellos” (los enemigos del país), desplazando la atención del saqueo de los recursos públicos, la concentración económica y la violencia institucional hacia formas de disidencia que se convierten en chivos expiatorios.
Esta forma de control social no solo se basa en la coerción estatal, sino en la producción de sentido común. Como diría Gramsci, se trata de una forma de hegemonía cultural que busca naturalizar la dominación de clase. Y como advierte Baratta, esa hegemonía se refuerza también en los dispositivos penales y tecnológicos que criminalizan la pobreza, la protesta y la diferencia.
Cuando las estrategias de control no violentas fracasan, las clases dominantes recurren a la represión directa, amparadas en la idea de que “el Estado detenta el monopolio legítimo de la violencia” (Max Weber). Pero el Estado, lejos de ser un árbitro neutral, es —como señala Gramsci— el garante de la hegemonía de las clases dominantes. Su aparente neutralidad encubre su función real: reproducir el orden social vigente, deslegitimando y reprimiendo toda forma de disidencia que amenace ese orden.
Hoy asistimos a una ofensiva global del pensamiento conservador que, bajo la forma de una “batalla cultural”, pretende redefinir qué es legítimo y qué no, quién merece derechos y quién debe ser excluido. Pero esa batalla no es sólo simbólica: tiene consecuencias materiales directas sobre las vidas de millones de personas.
Por eso, la lucha política en la era digital debe dirigirse no solo a desmantelar el monopolio de la información, sino a lo que resulta más importante todavía, se trata de recuperar el sentido común desde abajo, resistir a las narrativas impuestas y re-imaginar un orden social justo, inclusivo y democrático.
La visión de Harari[8]
Yuval Harari (Nexus), aborda el tema del control social desde una perspectiva crítica que se aleja de la visión tradicional, centrada exclusivamente en la regulación del comportamiento ciudadano mediante normas y sanciones. Sus reflexiones, especialmente en obras como Homo Deus y sus intervenciones en foros tecnológicos como el World Economic Forum, se enfocan en el poder de la tecnología, la inteligencia artificial y la manipulación masiva en la era digital.
Con el desarrollo de la inteligencia artificial, estas estrategias han alcanzado niveles de sofisticación inéditos. Los algoritmos de las redes sociales y los motores de búsqueda no solo filtran la información disponible, sino que generan burbujas cognitivas que refuerzan las creencias preexistentes de los usuarios, reduciendo así su capacidad crítica y su margen de acción frente al statu quo. La personalización extrema del contenido no es una simple mejora tecnológica: es un mecanismo de control que transforma la experiencia de la realidad misma.
En este contexto, los discursos de los líderes políticos pueden amplificarse de manera selectiva y precisa, exacerbando la polarización social e impidiendo la formación de una conciencia colectiva transformadora. Este proceso fragmenta la posibilidad misma de una conciencia de clase, tal como la conceptualizaba Marx, y socava los lazos que permitirían construir resistencias colectivas.
Para Harari, el control social en la era digital se basa fundamentalmente en la capacidad de las élites —sean gobiernos o grandes corporaciones— de acceder a los datos más íntimos de las personas y utilizarlos para moldear su percepción del mundo. Desde su perspectiva, la resistencia frente a estos mecanismos no pasa necesariamente por la revolución social, sino por medidas como la protección de la privacidad, la regulación estatal de los algoritmos y una educación digital crítica.
Sin embargo, no compartimos este enfoque reformista. El análisis de Harari es lúcido en cuanto al diagnóstico, pero ingenuo en cuanto a las soluciones. Las redes sociales no son herramientas neutras: están controladas por empresas privadas que responden directamente a los intereses del gran capital concentrado. Mark Zuckerberg (Meta), Elon Musk (X), Sundar Pichai (Google), entre otros, no solo gestionan los canales de información global, sino que también son actores políticos con capacidad de intervención en los procesos democráticos y en la economía mundial. Es ilusorio pensar que desde estas mismas plataformas se vayan a generar mecanismos efectivos de autocontrol.
Harari sostiene que en el siglo XXI el control social ya no depende únicamente de la coerción directa o la manipulación mediática, sino de la recolección masiva de datos y el uso de algoritmos capaces de predecir y modelar el comportamiento humano. En este sentido, las grandes corporaciones tecnológicas y los gobiernos han adquirido un nivel de conocimiento sin precedentes sobre los ciudadanos, lo que les permite influir en sus decisiones sin que estos sean plenamente conscientes de ello. Este fenómeno, que Harari denomina “hacking humano”, implica que los datos biométricos y psicológicos pueden ser utilizados para diseñar estrategias de persuasión extremadamente eficaces.
En la era digital, estas estrategias han alcanzado niveles de sofisticación nunca antes vistos. Con el desarrollo de la inteligencia artificial, el poder ya no se ejerce únicamente mediante la represión directa o la manipulación mediática tradicional, sino también a través de la personalización extrema del contenido que consumimos. Los algoritmos de redes sociales y motores de búsqueda no solo filtran la información a la que accedemos, sino que además generan burbujas de percepción que refuerzan nuestras creencias preexistentes y limitan nuestra capacidad de cuestionar el statu quo.
Para el historiador israelí, el control social en la era digital no solo se basa en la coerción estatal o la manipulación mediática, sino en la capacidad de las élites para acceder a los datos privados de los ciudadanos y utilizarlos para influir en su percepción del mundo.
Siguiendo esos conceptos, podemos entender que la lucha política no solo debe orientarse a cuestionar las políticas represivas y la concentración de riqueza, sino también a desafiar el monopolio de la información, la recopilación masiva de datos y el uso de la inteligencia artificial como herramienta de dominación.
Desde el punto de vista de Harari la resistencia frente a los mecanismos de control ejercidos desde el poder real se limita a desarrollar sistemas de protección de la privacidad, fomentar la educación digital critica, y desmantelar las estructuras de poder que utilizan a la tecnología para consolidar la desigualdad y la criminalización de la disidencia (mas adelante desarrollaré una opinión crítica al respecto).
Algunas citas del autor:
- Sobre la Inteligencia Artificial como agente autónomo:
“La Inteligencia Artificial es distinta de cualquier otra tecnología que se haya inventado antes. La IA no es una herramienta, es un agente independiente que puede tomar decisiones por sí misma”.
infobae+3Europa Press+3barcelonadot.com+3[9]
- Sobre el potencial totalitario de la IA:
“Existe un potencial totalitario en la Inteligencia Artificial (IA), a diferencia de cualquier otra cosa que hayamos visto a lo largo de la historia”.
Europa Press+4Clarin.com+4barcelonadot.com+4[10]
- Sobre la capacidad de la IA para generar nuevas ideas:
“La IA puede crear nuevas ideas por sí misma. Por ejemplo, las bombas atómicas no pueden decidir nada ni inventar algo nuevo, pero la IA sí y por eso es distinta a cualquier revolución o crisis previa que hayamos conocido”.
La Vanguardia+3Europa Press+3PenguinLibros+3[11]
- Sobre la vigilancia total y la pérdida de libertad:
“La IA permite una vigilancia total que acaba con cualquier libertad”.
La Vanguardia+4Clarin.com+4barcelonadot.com+4[12]
- Sobre la difusión deliberada de desinformación por parte de los algoritmos:
“Los algoritmos de las grandes plataformas difunden de forma deliberada ‘fake news’ y teorías de la conspiración”.
- Sobre la vigilancia total mediante inteligencia artificial:
“La IA permite una vigilancia total que acaba con cualquier libertad, porque no necesita agentes para seguir a cada humano: hay teléfonos inteligentes, ordenadores, cámaras, reconocimiento facial y de voz… La IA tiene la capacidad de revisar una cantidad ingente de videos, audios, textos, analizarlos y reconocer patrones”
Ethic[13]
- Sobre la manipulación emocional a través de redes sociales y smartphones:
“Las redes sociales y los smartphones están diseñados para hackear nuestros cerebros y presionar nuestros botones emocionales. Es crucial encontrar tiempo para desconectarse y reconectarse con la realidad”.
Instagram+1X (formerly Twitter)+1[14]
- Sobre la difusión deliberada de desinformación por parte de algoritmos:
“Los algoritmos de las grandes plataformas difunden de forma deliberada fake news y teorías de la conspiración”.
infobae[15]
- Sobre la amenaza de las dictaduras digitales:
“La convergencia de la IA, la vigilancia y los datos biométricos podría llevar a regímenes autoritarios caracterizados por ‘colonialismo de datos’ y ‘dictaduras digitales’”.
De más está decir que no compartimos esta visión reformista del historiador israelí. Las redes sociales están manejadas a nivel mundial por empresas privadas que responden a los intereses del gran capital concentrado que domina la política, precisamente los “dueños” de las redes sociales como Mark Zuckerberg (Facebook, Instagram y WhatsApp), Elon Musk (X), responden a los intereses, o forman parte directamente de ese capital concentrado, por lo tanto, sería ingenuo pensar en que desde esas mismas plataformas se vayan a generar mecanismos de autocontrol como pretende Harari. Más bien el monopolio de la información y los algoritmos que nos orientan a pensar de determinada manera lo tienen precisamente esas redes, y aunque nos permitan utilizarlas críticamente, al final ellos mismos van a terminar definiendo el alcance de nuestra intervención critica en las mismas. Nunca podremos confiar en ellos.
Para reforzar esta idea me remito a un artículo publicado el 10 de abril del 2025, en el diario El Cronista que se titula Adiós a los celulares: “El dueño del WhatsApp dijo que será reemplazado por este dispositivo”, allí se consigna qué el fin de los teléfonos celulares “(…) parece estar más cerca de lo que los usuarios se imaginan. Así lo afirmó Mar Zuckerberg, SEO de META, la compañía propietaria de WhatsApp, Instagram y Facebook”.
El famoso Gurú tecnológico aseguró en un evento de la compañía que los Smartphones “podrán ser reemplazados por las gafas de la realidad aumentada, las cuales cumplirán un rol fundamental en una nueva era de transformación digital… “Zuckerberg sorprendió a muchos con su predicción. Claro está, sus dichos se dieron en medio del Meta Connect 2024 donde presento las nuevas gafas orográficas Meta Quest 35 que se pueden conectar fácilmente a internet y prometen transformar las interacciones entre los usuarios, tanto en lo que respecta la realidad visual como en la auditiva” … “Dentro de 10 años, muchas personas y ya no llevaran sus teléfonos consigo, usaran sus gafas para todo”.
Independientemente del salto tecnológico que implica el anuncio, nos sorprende el tremendo significado simbólico. Ya no veremos la realidad en forma directa frente a nosotros, sino a través de unas gafas que nos darán una imagen que responda a algoritmos preestablecidos que “enseñen” como es la realidad. Al fin y al cabo El mito de la caverna de Platón deja de ser un mito y se transforma en lo real. Frente a nuestros propios ojos y ya no vemos la sombra de la realidad sino lo que se supone es la realidad misma.
En este sentido, los algoritmos que determinan qué vemos, qué pensamos y qué compramos no son simples herramientas, sino estructuras activas de poder. Aunque se nos permita un uso “crítico” de las redes, el alcance de nuestra intervención está siempre condicionado por quienes controlan la infraestructura digital. El problema no es el mal uso de estas tecnologías: el problema es que están diseñadas para controlar.
Una lectura desde Byung-Chul Han[16]: La seducción del control y la auto-explotación voluntaria
El control social en la era digital ya no se ejerce exclusivamente mediante la represión directa ni a través de normas impuestas por un aparato estatal visible. En su lugar, tal como sostiene Byung-Chul Han, vivimos inmersos en una forma mucho más sutil y eficiente de dominación: una dominación que no prohíbe ni censura, sino que seduce. La violencia actual no se presenta con rostro amenazante, sino bajo las máscaras de la libertad, la transparencia, la positividad y el rendimiento personal.
Mientras que la criminología tradicional concibe el control social como el conjunto de mecanismos que buscan garantizar la convivencia a través de la sanción de conductas desviadas, esta mirada desconoce la lógica más profunda de una sociedad atravesada por relaciones de poder invisibles, internalizadas y naturalizadas. Han propone abandonar la figura del “Gran Hermano” orwelliano, y pensar el presente desde el concepto del panóptico digital, en el que el sujeto ya no necesita ser vigilado desde afuera: él mismo se convierte en su propio vigilante, su propio explotador, su propio censor.
En una sociedad regida por el imperativo del rendimiento, el sujeto neoliberal cree ser libre mientras está profundamente alienado. Cree decidir por sí mismo, elegir, expresarse, cuando en realidad está respondiendo a estímulos algorítmicos cuidadosamente diseñados para moldear su conducta, sus emociones, su consumo y hasta su deseo. El poder ya no necesita oprimir cuerpos: se infiltra en las almas.
La digitalización ha dado lugar a una nueva forma de control social que opera a través del big data, los “likes”, la reputación online, la gamificación del trabajo y la auto-exposición. En este contexto, ya no hace falta que alguien nos obligue a trabajar más o a ser más productivos: nos auto-explotamos en nombre de la eficiencia, del emprendimiento y de la realización personal. Somos sujetos del burnout, del cansancio crónico, de la depresión silenciosa. Ya no hay resistencia colectiva, porque la lucha se ha vuelto individual, competitiva y fragmentada.
Han lo advierte con claridad en La sociedad de la transparencia: en la lógica actual, todo debe ser visible, todo debe ser comunicado, todo debe ser compartido. Pero esa visibilidad no es emancipadora. La transparencia total anula la confianza, elimina el misterio, destruye el pensamiento crítico. Cuanto más transparente es el mundo, más opaco se vuelve el poder.
El capitalismo de plataformas ha logrado lo que ninguna dictadura pudo: que los sujetos deseen su propia dominación. Participan activamente en redes sociales que extraen sus datos, trabajan sin descanso para plataformas que les pagan por tarea, venden su intimidad a cambio de una ilusión de conexión. La vigilancia ya no se impone: se compra, se descarga y se celebra.
En este marco, la “batalla cultural” no es solo una disputa ideológica entre proyectos políticos, sino una lucha por el sentido, por el lenguaje, por el imaginario colectivo.
Las nuevas derechas —como las de Trump, Meloni o Milei— han comprendido esto con una lucidez estratégica. Han reconfigurado el discurso político en términos afectivos, viscerales, inmediatos. Han creado enemigos emocionales: los planeros, los zurdos, los inmigrantes, los empleados públicos, la ideología de género, entre otros. En esta lógica binaria, simplificada y emocional, ya no hay lugar para los matices ni para el diálogo racional.
La noción de “gente de bien” cumple un papel central: es una categoría vacía que permite la identificación con el poder sin que el sujeto se reconozca como dominado. Todos pueden ser “la gente de bien”, menos aquellos excluidos sistemáticamente por ese mismo sistema. Es una forma de generar consentimiento sin coerción: el poder ya no necesita imponerse, porque ha sido internalizado.
Byung-Chul Han advierte que, en esta nueva gramática del poder, la resistencia no puede ser simplemente oposición frontal, ya que el sistema es capaz de absorber cualquier gesto de rebeldía y convertirlo en parte del espectáculo. La resistencia debe ser, más bien, una interrupción radical, una negativa a participar de los circuitos de positivación, una reapropiación del tiempo, del silencio, del aburrimiento incluso. La crítica no puede desarrollarse dentro de los mismos marcos de visibilidad que impone el sistema.
Por eso, el desafío contemporáneo no es solo político o económico, sino existencial y simbólico: cómo recuperar formas de vida que escapen al control algorítmico, cómo pensar sin hashtags, cómo construir comunidad sin vigilancia mutua, cómo resistir al imperativo de ser siempre productivos y visibles.
En definitiva, el control social hoy no opera con barrotes ni censura: actúa con pantallas, interfaces amables y discursos de libertad. El enemigo ya no es solo el policía que reprime en la calle, sino la lógica que habita en cada aplicación, en cada KPI, en cada “me gusta” que damos sin pensar.
Ya quedó establecido que el concepto de control social ha sido abordado por las Ciencias Sociales desde múltiples enfoques. La criminología tradicional, por ejemplo, lo entiende como el conjunto de mecanismos sociales y jurídicos que regulan el comportamiento de los individuos para evitar desviaciones respecto a las normas aceptadas socialmente. Sin embargo, esta concepción presupone una sociedad homogénea, regida por reglas supuestamente consensuadas, y omite las relaciones de poder estructurales que organizan el tejido social.
Desde una perspectiva crítica —que compartimos con pensadores de distintas épocas y filiaciones diversas, como Gramsci, Foucault, Chomsky, Harari, y más contemporáneamente Byung-Chul Han—, el control social no se limita a la represión directa o la sanción jurídica. En el capitalismo tardío, el poder se ha sofisticado, volviéndose cada vez más sutil, más invisible, más psicológico. El filósofo surcoreano Han describe esta transformación en términos radicales: ya no vivimos bajo la represión del “Estado disciplinario” foucaultiano, sino bajo el dominio de la “psicopolítica neoliberal”, que nos explota no desde fuera, sino desde dentro.
“La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento. Sus habitantes no se llaman ya “sujetos de obediencia”, sino “sujetos de rendimiento”.
— La sociedad del cansancio, 2010
En esta nueva configuración, el sujeto no necesita ser vigilado por una autoridad externa: se auto-vigila. No necesita ser explotado por un patrón visible: se auto-explota en nombre de la libertad y del rendimiento. Ya no hay necesidad de un gran hermano orwelliano, porque hemos internalizado la lógica del sistema al punto de hacerla deseable. El resultado no es la rebelión, sino el agotamiento: el cansancio crónico, la ansiedad, la depresión. El control social, en este sentido, ya no se basa en la represión, sino en la positividad: en el exceso de estímulos, de posibilidades, de transparencia.
“La violencia de la positividad es mucho más eficiente que la violencia negativa porque no genera resistencia”.
— Psicopolítica, 2014
Este nuevo tipo de poder se articula con las tecnologías digitales de manera precisa y devastadora. En lugar de cámaras de vigilancia, usamos smartphones. En lugar de censura, nos entregamos voluntariamente a la sobreexposición. Las redes sociales se convierten en espacios de vigilancia mutua, en panópticos sin guardias ni torres. El algoritmo decide qué vemos, qué creemos, a quién odiamos. El control ya no se impone: se consume.
“Hoy se explota la libertad misma. El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta que se derrumba. El explotador es al mismo tiempo el explotado”.
— La sociedad del cansancio, 2010
A esta forma de dominación, Han la denomina psicopolítica digital, y señala que su objetivo no es controlar cuerpos, sino manipular deseos, emociones y decisiones. Las grandes corporaciones tecnológicas ya no buscan solo nuestro tiempo o nuestra atención, sino nuestra subjetividad. Al analizar el papel de la big data, Han coincide con Harari en un punto central: el poder ya no necesita la coerción física para dominar, basta con tener acceso a nuestros datos más íntimos.
“El Big Data permite prever comportamientos humanos y dirigirlos en una dirección determinada”.
— Psicopolítica, 2014
En este contexto, lo que en la Argentina el presidente Javier Milei llama “batalla cultural” no es otra cosa que una guerra por el sentido común. Pero, al igual que Han, debemos advertir que esa lucha se libra en el terreno de las emociones, los discursos virales, el marketing político y la creación de enemigos emocionales. No se trata de deliberación racional ni de disputa argumentativa, sino de una dinámica binaria y simplificada donde el poder impone una narrativa emocionalmente funcional: “gente de bien” versus “enemigos del progreso”.
“La sociedad de la transparencia es una sociedad de la exposición. La transparencia crea conformismo y homogeneidad”.
— La sociedad de la transparencia, 2012
El enemigo nunca es el que concentra el capital, contamina el medio ambiente o evade impuestos. El enemigo es el jubilado que protesta, el inmigrante que busca refugio, el trabajador que corta una calle. Cualquier forma de disidencia es rápidamente etiquetada como amenaza. Y como advierte Han en La expulsión de lo distinto, esta lógica convierte al otro en algo intolerable: la diferencia se vuelve un problema, el disenso una enfermedad.
“Hoy en día predomina una presión hacia la conformidad, hacia la homogeneización, que expulsa la alteridad”.
— La expulsión de lo distinto, 2017
La paradoja de esta nueva forma de control social es que se presenta como libertad. El sujeto neoliberal cree estar eligiendo, expresándose, creando. Pero en realidad está respondiendo a lógicas algorítmicas que refuerzan sus creencias, encapsulan su visión del mundo y anulan su capacidad de cuestionar el sistema. Así, la alienación ya no es una imposición, sino una opción, un estilo de vida.
Frente a esto, Byung-Chul Han plantea la necesidad de recuperar espacios de silencio, de contemplación, de negatividad. Es en el “no hacer”, en la pausa, en la lentitud, donde puede nacer la verdadera resistencia. Una resistencia que no se basa en la lucha frontal (que el sistema puede absorber), sino en el gesto radical de la desconexión, la crítica profunda y la reapropiación del tiempo y del pensamiento.
“La revolución no será tuiteada”.
— Psicopolítica, 2014
2° parte
Tal como se expresó en la primera parte de este estudio, el concepto de “control social” —acuñado por la criminología— ha sido objeto de intensos debates entre quienes defienden el monopolio estatal de la fuerza como fundamento del Estado de Derecho y quienes lo cuestionan como forma de dominación estructural. Según la perspectiva hegemónica, este monopolio de la coerción tiene como función garantizar el orden social, mediante la creación y aplicación de normas que regulan la convivencia. Así, el Estado aparece como un sujeto único: establece las reglas y, al mismo tiempo, se arroga la facultad exclusiva de hacerlas cumplir.
Sin embargo, frente a esta idea que podría parecer razonable desde un punto de vista normativo, surgen críticas fundamentales. Uno de los más lúcidos exponentes de esta postura es Alessandro Baratta (1933-2002), a quien ya hemos referido en la primera parte de este trabajo. Junto con otros juristas y criminólogos críticos —como Eugenio Zaffaroni en el ámbito latinoamericano—, Baratta parte de una premisa central: los principios del Estado de Derecho solo podrían ser válidos en una sociedad verdaderamente igualitaria, donde tanto la elaboración como la aplicación de las normas cuenten con la participación activa de toda la sociedad civil. En la práctica, sin embargo, lo que se observa es que las normas sociales son elaboradas por una minoría privilegiada y orientadas al disciplinamiento y control de las mayorías subordinadas.
Zaffaroni, por su parte, asigna al derecho penal una función de “valla de contención” frente al avance del poder punitivo estatal sobre los derechos individuales. Se apoya en los postulados del “garantismo jurídico” desarrollados por Luigi Ferrajoli (1940), discípulo de Norberto Bobbio, que establece una estructura normativa fundada en los derechos humanos fundamentales. Desde esta perspectiva, el derecho penal debe actuar como un límite al poder, y no como su instrumento expansivo.
No obstante, a nuestro entender, esta lectura garantista omite una cuestión clave: ¿cómo esperar que un Estado, controlado por una élite política y económica, desarrolle mecanismos efectivos para limitar su propio poder? ¿Cómo confiar en que esa minoría dominante cree normas que restrinjan sus propios privilegios y su capacidad de ejercer la fuerza? Esta paradoja fue advertida tempranamente por Antonio Gramsci al analizar lo que denominó el “bloque histórico”: un entramado complejo de fuerzas materiales e ideológicas que, articuladas, permiten a una clase dominante presentar sus intereses particulares como universales, como visión del mundo, como moral y hasta como religión.
Gramsci describe esta operación como una “obra maestra política” que logra que las condiciones de existencia de una clase se impongan como sentido común. El Estado, en este marco, ya no es solo aparato represivo, sino también productor de cultura y de consenso, y por ello, el control social trasciende lo jurídico o policial para convertirse en hegemonía cultural.
Lo novedoso en el primer cuarto del siglo XXI no es el concepto de control social en sí, sino el nivel de sofisticación tecnológica con el que se lo ejerce. A diferencia del tiempo de Gramsci, hoy contamos con herramientas radicalmente más poderosas: redes sociales, algoritmos, big data, inteligencia artificial, interfaces ubicuas, pantallas omnipresentes. Vivimos una etapa de hiperconectividad donde la alienación simbólica alcanza una escala sin precedentes. En este contexto escribe Yuval Noah Harari, autor que ha cobrado notoriedad por sus intervenciones en debates contemporáneos sobre el futuro de la humanidad y el rol de la tecnología.
En obras como Homo Deus, y en foros como el World Economic Forum, Harari aborda el fenómeno del control social desde una perspectiva crítica, aunque reformista. A su juicio, los mecanismos contemporáneos de dominación no se sostienen únicamente en la violencia o en la sanción estatal, sino en la capacidad de las élites —sean gobiernos o grandes corporaciones— para acceder a los datos más íntimos de las personas y modelar su percepción del mundo. La inteligencia artificial no solo analiza comportamientos pasados: también predice decisiones futuras y moldea subjetividades en tiempo real. Este proceso, que Harari denomina “hacking humano”, marca un punto de inflexión histórico. Ya no es necesario imponer una narrativa: basta con personalizarla, con encapsular al sujeto en una burbuja cognitiva que le devuelva solo lo que quiere ver, sentir y creer.
Los algoritmos de las redes sociales y motores de búsqueda no se limitan a organizar información: la filtran, la jerarquizan, la editan, y la adaptan a cada perfil. Así se consolidan burbujas informativas que refuerzan creencias preexistentes, disminuyen la capacidad crítica y reducen el margen de disenso. La personalización del contenido no es una simple mejora de la experiencia del usuario: es un dispositivo de control ideológico, un filtro invisible que transforma la experiencia misma de la realidad. Se produce así una forma de captura subjetiva en la que el individuo ya no distingue entre sus preferencias y los estímulos que lo moldean.
En este entorno, el discurso político también se ve afectado. Las plataformas digitales amplifican ciertos mensajes con precisión quirúrgica, generando polarización social y anulando la posibilidad de una conciencia colectiva. La fragmentación del campo simbólico imposibilita el surgimiento de una conciencia de clase tal como la concebía Marx. El algoritmo atomiza, divide, separa. El resultado es una ciudadanía hiperconectada pero desorganizada, informada pero manipulada, activa pero sin dirección colectiva.
Desde la mirada de Harari, la respuesta a esta nueva forma de dominación no es la revolución, sino la regulación. Propone proteger la privacidad, auditar algoritmos y fomentar una educación digital crítica. Sin embargo, aquí radica la mayor debilidad de su planteo: aunque el diagnóstico es certero, las soluciones que propone resultan ingenuas o insuficientes. ¿Cómo esperar que plataformas controladas por el capital —Meta, Google, X— se autorregulen en detrimento de sus intereses? ¿Cómo confiar en que actores como Mark Zuckerberg, Elon Musk o Sundar Pichai limiten el poder que ellos mismos han acumulado? No son meros empresarios tecnológicos: son actores políticos globales con capacidad de intervenir en procesos electorales, modelar opiniones públicas y rediseñar el tejido social.
El supuesto “uso crítico” de las redes sociales parte de una ilusión: que los usuarios pueden intervenir autónomamente en un espacio diseñado estructuralmente para capturar atención y moldear comportamiento. Pero como todo dispositivo técnico, las redes responden a una lógica de diseño. No son neutrales. Están programadas para maximizar la rentabilidad de plataformas que lucran con datos, emociones y vínculos. Incluso el disenso es absorbido, medido, monetizado y reciclado en forma de contenido.
Como señalábamos antes, este escenario reactualiza la noción gramsciana de hegemonía, que hoy adopta una forma tecnopolítica. El control ya no es solo ideológico: es algorítmico. No se impone desde afuera, sino que se naturaliza desde adentro. La batalla cultural se libra ahora en el corazón mismo de las tecnologías que usamos a diario. Y si bien es cierto que el capital nos “permite” usarlas críticamente, también es cierto que define los márgenes y límites de esa crítica. Nunca podremos confiar en que quienes diseñaron los mecanismos de control permitirán su superación desde adentro de su propio sistema.
Esta lógica queda en evidencia cuando se observan los avances en tecnologías inmersivas. En un artículo publicado el 10 de abril de 2025 en el diario El Cronista, se cita a Mark Zuckerberg afirmando que los teléfonos celulares pronto serán reemplazados por gafas de realidad aumentada. Presentadas como el próximo salto en la transformación digital, estas gafas —como las Meta Quest 35— prometen revolucionar no solo la interacción visual y auditiva, sino la percepción misma de la realidad. Según el propio Zuckerberg, dentro de una década muchas personas ya no llevarán teléfonos: usarán gafas para todo.
Más allá del asombro tecnológico, lo verdaderamente inquietante es el significado simbólico de este cambio: ya no observaremos la realidad directamente, sino a través de dispositivos que la mediatizan, la interpretan y la transforman en función de algoritmos preestablecidos. En esta nueva configuración, el mito de la caverna de Platón deja de ser una metáfora filosófica: se vuelve literal. Vemos lo que otros programaron que veamos. La sombra se confunde con la verdad. Y frente a nuestros propios ojos, lo real es desplazado por su simulacro.
El control social en la era digital ya no se ejerce, como en el paradigma tradicional, únicamente a través de la represión directa o de la imposición de normas por un aparato estatal visible. En su lugar, como sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos encontramos ante una forma de dominación mucho más sutil y eficiente: una violencia que no prohíbe ni censura, sino que seduce. Una violencia que se disfraza de libertad, de transparencia, de positividad y de rendimiento personal.
Mientras la criminología clásica sigue entendiendo el control social como un conjunto de mecanismos orientados a sancionar conductas desviadas para preservar la convivencia, esta concepción resulta insuficiente para captar la lógica más profunda de poder que atraviesa hoy a nuestras sociedades. Han propone abandonar la figura del “Gran Hermano” orwelliano, ese vigilante externo que todo lo ve, y reemplazarla por la imagen del panóptica digital, donde el sujeto ya no necesita ser observado por otros: él mismo se vigila, se controla, se censura y se explota.
En el marco de una sociedad neoliberal del rendimiento, el individuo cree ser autónomo mientras responde, en realidad, a estímulos algorítmicos cuidadosamente diseñados para moldear su conducta, sus emociones, sus consumos e incluso sus deseos. El poder ya no necesita someter cuerpos: ahora penetra en las almas. En este modelo, cada persona se transforma en su propio supervisor, en su propio patrón, en su propia fuente de sufrimiento.
La digitalización masiva ha generado nuevas formas de control que ya no dependen de la coacción, sino de la participación voluntaria. El big data, los “likes”, la reputación online, la gamificación del trabajo y la exposición constante conforman una estructura que no necesita imponer: se internaliza. Ya nadie nos obliga a producir más o a ser más eficientes: lo hacemos por decisión propia, bajo el influjo del discurso del emprendimiento, del crecimiento personal y de la autoayuda. Somos, como dice Han, sujetos del cansancio, víctimas de la depresión silenciosa, del burnout crónico, de una ansiedad que se vuelve estructural. Ya no hay resistencia colectiva, porque la lucha ha sido fragmentada y absorbida en la lógica de la competencia individual.
Conclusión
El análisis del control social en la era digital nos exige ir más allá de los modelos tradicionales que lo reducían a normas jurídicas, instituciones represivas o mecanismos explícitos de vigilancia. En la actualidad, tal como muestran autores como Harari y Byung-Chul Han, el poder se ha vuelto mucho más sutil, sofisticado y eficaz: se infiltra en nuestros deseos, nuestras emociones y nuestras formas de vida, moldeando subjetividades que se creen libres mientras reproducen sin saberlo la lógica del sistema.
Harari advierte sobre el uso de la inteligencia artificial y el big data como herramientas de dominación masiva, capaces de predecir y manipular el comportamiento humano. En ese marco, el control ya no requiere violencia directa: basta con el conocimiento total del sujeto para condicionarlo sin que lo advierta. Por su parte, Han denuncia una forma de control aún más insidiosa: la que se ejerce desde adentro, cuando el individuo se convierte en su propio opresor, movido por la auto-explotación, la necesidad de mostrarse, de rendir, de exponerse constantemente para ser “visible”.
Ambas perspectivas coinciden en que la lógica del capitalismo digital ha conseguido lo que ninguna dictadura pudo lograr: que los sujetos deseen su propia dominación, participen activamente de su vigilancia y consideren como libertad lo que en realidad es sumisión disfrazada de elección.
Frente a esto, la mirada gramsciana del poder y la hegemonía cobra una relevancia crucial. Porque si el poder ya no se impone únicamente por la fuerza, sino que se naturaliza a través de la cultura, los valores, el sentido común, entonces la lucha política debe ser también una lucha por el sentido, una disputa por las ideas, las palabras, las emociones. Las nuevas derechas —como la de Trump, Meloni o Milei— lo han entendido perfectamente: construyen enemigos simbólicos, apelan a emociones básicas, simplifican el conflicto social en términos binarios y vacían de contenido nociones como “libertad” o “gente de bien”.
En este escenario, resistir ya no es solo enfrentar al Estado o a las corporaciones: es desmontar los discursos que legitiman el orden actual, desnaturalizar la auto-explotación, revalorizar el silencio, el tiempo improductivo, el pensamiento crítico y la comunidad. Es recuperar la capacidad de imaginar otros mundos posibles, fuera de la lógica algorítmica, del rendimiento permanente y del miedo al otro.
La verdadera batalla cultural del siglo XXI, entonces, no se libra solamente en las calles ni en los parlamentos, sino en el terreno simbólico, afectivo y cultural. Y como nos enseñó Gramsci: en épocas de crisis donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no puede nacer, es cuando surgen los monstruos. Identificarlos, desenmascararlos y enfrentarlos exige una crítica radical que no se conforme con reformas superficiales, sino que apunte a transformar las raíces mismas del sistema.
El control social en la era digital ya no se ejerce mediante la represión estatal visible, sino a través de la seducción, la transparencia, el rendimiento y la vigilancia voluntaria. En palabras de Byung-Chul Han, estamos sometidos a un nuevo régimen de poder que opera desde la positividad, y cuya forma más eficaz de dominación es hacer que el dominado se crea libre. Comprender esta dinámica es el primer paso para cuestionarla, para resistirla, para imaginar otras formas de vida que no estén marcadas por la productividad constante ni por la exposición obligatoria.
Solo así, desde una crítica profunda al control social tecnificado, podremos retomar la capacidad de pensar, de disentir y de construir colectivamente un mundo donde la libertad no sea una forma de dominación disfrazada.
Podemos estar de acuerdo parcialmente con la perspectiva del filósofo coreano en cuanto a lo que se refiere a la sofisticación y refinamiento de los mecanismos de control. Pero resulta ingenuo pensar que esos mecanismos que responden claramente a la lógica de dominación del capital y que son manejados desde los grandes centros de poder mundial, vayan a ceder ante la “pasividad y la contemplación”.
Más bien parece, siguiendo a Gramsci, que la Contrahegemonía se construye en la actualidad apropiándonos de los instrumentos de control.
La batalla será, entonces en todos los frentes: En las calles defendiendo cada uno de los logros conquistados, en el plano ideológico y político utilizando sus propias armas e instituciones para reconfigurarlas, y en lo subjetivo y emocional, apropiándonos (o construyendo su antagónico) de sus mecanismos de alienación para destruirlos. El nuevo poder del capital a nivel mundial solo podrá ser derrotado profundizando sus contradicciones en todos los frentes posibles y sobre todo regenerando en el imaginario colectivo la idea de que existe otro mundo que merece ser vivido.
[1] Antonio Francesco Gramsci (1891-1937): Intelectual, filósofo, teórico Marxista, político, sociólogo y periodista italiano. – “Cuadernos de la Cárcel” o “Cartas de la Cárcel”.
[2] Alessandro Baratta (1933-2002): Criminología Critica y Critica del Derecho, Las trampas del Poder Punitivo: El género del Derecho Penal y otras obras. –
[3] La criminología del otro como refuerzo a la selectividad penal criminalizante | Tu Espacio Jurídico
[4] (PDF) La criminología crítica y los procesos de criminalización en América Latina
[5] BARATTA – Criminología Crítica Caps I y I | PDF | Criminología | Derecho penal
[6] Michel Foucault (1926-1984): Filosofo e historiador francés (Vigilar y Castigar-1975 Historia de la Sexualidad-1976 Historia de la Locura-1961 Mistrofisica del poder- 1978, y otros)
[7] Noam Chomsky (Nacido en 1928, Filadelfia Pensilvania): Lingüista, filosofo, politólogo, intelectual y activista estadounidense, profesor en mérito de lingüística en el MIT, activista político anticapitalista. “¿Quién domina el mundo?” (2024), Universalizar la inexistencia” (2023), “El Mito del Idealismo Americano” (2025), “La Conquista Continúa, Quinientos años de Genocidio” (2007)
[8] Yuval N. Harari (1976): Historiador y escritor israelí, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén. “Sapiens” (2011), “Animales a dioses”, “Homo Deus” (2015), “Breve Historia del mañana”, “21 lecciones para el siglo XXI” (2018), “Nexus” (2024), entre otros.
[9] Yuval Noah Harari alerta sobre la IA en ‘Nexus’: “La IA es peligrosa porque no es una herramienta, es un agente”
[10] Yuval Noah Harari: “La IA permite una vigilancia total que acaba con cualquier libertad”
[11] Yuval Noah Harari alerta sobre la IA en ‘Nexus’: “La IA es peligrosa porque no es una herramienta, es un agente”
[12] Yuval Noah Harari: “La IA permite una vigilancia total que acaba con cualquier libertad”
[13] Yuval Noah Harari: «La IA permite una vigilancia total que acaba con cualquier libertad» | Ethic
[14] Yuval Noah Harari | Social media and smartphones are designed to hack our brains and press our emotional buttons. We are constantly flooded with information… | Instagram
[15] Yuval Noah Harari: “Los algoritmos de las grandes plataformas difunden de forma deliberada ‘fake news’ y teorías de la conspiración” – Infobae
[16] Byung-Chul Han: Filosofo y ensayista surcoreano experto en estudios culturales y profesor de la Universidad de las Artes de Berlín (1959). “La Sociedad del cansancio” (2010/1015), “Psicopolítica (2014), “La Sociedad de la Transparencia” (2012), “Infocracia” (2024), “En el Enjandre” (2014), entre otros.