Si pudiéramos comprar todo lo que deseamos (y aún más quizá) ¿seríamos felices los humanos? La teoría económica dice que no y la evidencia empírica convalida esta respuesta. Pero si eso fuera posible, estaríamos saturados, no felices, y seguramente, pasado un cierto tiempo, habríamos inventado un nuevo punto de saturación, lejano a nuestras posibilidades y nos estaríamos lanzando todos en su búsqueda, peleándonos y luchando por un objetivo sin saber muy bien por qué.
Esto ilustra muy bien lo que fue la historia económica mundial desde fines de la segunda guerra mundial a hoy. Los mundos, el primero, el segundo y el tercero, todos alineados, viendo las maneras de crecer económicamente. El primero consolidando la economía de mercado, el segundo mediante la planificación centralizada y, el tercero, mutando como un camaleón. Como todos sabemos, el esquema económico del mercado fue el que se impuso y el que rige, en versiones y envases diferentes; en todas las naciones del planeta.
Hoy, Argentina tiene un ingreso per cápita de 18 mil dólares anuales y Noruega de 88 mil; esto es casi 5 veces más alto»
¿Qué pasó con Argentina en esa búsqueda implacable que aún hoy continúa y nos resulta esquiva? ¿Cómo cambió económicamente el país en el largo plazo? ¿Creció? ¿Fuimos potencia o siempre estuvimos en puestos subalternos? Busquemos pistas que nos permitan no solo entender dónde estamos, sino anticipar hacia dónde vamos.
¿Por qué somos tan pobres y ellos tan ricos?
Una manera de contestar este interrogante es entender el crecimiento económico mundial. Al fin de cuentas todo se explica por un único factor: la velocidad de crecimiento. Esto es, si la bandera a cuadros fuera el ingreso per cápita más alto posible, los países que corren más rápido llegarán antes que los más lentos.
Para simplificar, veamos la velocidad a la que creció Argentina, y a la que lo hizo uno de los países más ricos del mundo: Noruega. Si se toma como punto de partida el año 1875 (último cuarto del siglo XIX) el ingreso per cápita de ambas naciones eran prácticamente iguales: Argentina 2.606 dólares per cápita, Noruega 2.401.
Hoy, Argentina tiene un ingreso per cápita de 18 mil dólares anuales y Noruega de 88 mil; esto es casi 5 veces más alto. En ese período Noruega creció a una tasa de 2,5% por año, mientras que Argentina lo hizo a un 1,5%. Es decir, un punto de diferencia en la tasa de crecimiento económico, sostenido durante 150 años, se traduce en niveles de ingreso per cápita abismalmente distintos.
Si se toma como punto de partida el año 1875, el ingreso per cápita de ambas naciones era prácticamente iguales: Argentina 2.606 dólares per cápita, Noruega 2.401″
Resulta curioso observar similitudes y diferencias numéricas en ese lapso entre ambos países. En los 150 años transcurridos entre 1875 y 2024 Argentina tuvo 55 crisis, Noruega 27. La magnitud de las crisis argentinas, medidas por la retracción del PIB per cápita fue de 5%, y del 3% en Noruega. Las expansiones en Argentina fueron del 4,5%; en Noruega del 3,8%. El camino a la prosperidad económica implica períodos más prolongados de crecimiento moderado, menos contracciones y que cada una de esas contracciones sea menos severa. La comparación entre Argentina y Noruega revela que eso derivó en opulencia por un lado versus carencias severas, por otro; en pobreza absoluta cero (Noruega) versus pobreza superior al 40% de la población (Argentina).
¿Qué se esconde detrás de los números?
Detrás de la historia numérica narrada se esconden grandes misterios. El debate en las ciencias económicas es muy antiguo y aún continúa. Fue la preocupación central de Adam Smith en su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, inspiró muchas de las ideas de Marx, estuvo en el centro de los grandes debates de la posguerra entre economistas neoclásicos (como Solow y Denison), libertarios (como Hayek) y keynesianos (como Harrod y Domar), y fue también el eje del reconocimiento que la Academia Sueca brindó con el Nobel en 2024 a Acemoglu y Robinson.
Efecto inflación: cuánto hay que ganar para pertenecer al 10% de la población con mayores ingresos
Desde entonces, la pregunta persiste: ¿por qué unas sociedades logran transformar el crecimiento en bienestar duradero, mientras otras quedan atrapadas en la promesa incumplida del desarrollo?
La respuesta, claro, no es sencilla. Durante décadas se insistió en la acumulación de factores; es decir, inversión en capital físico (maquinarias, equipos, infraestructura) y crecimiento de la población. Luego se instaló en el mundo la idea del capital humano: educar, sanar y nutrir. Con esto mejorar las capacidades de la población pasó a ocupar el eje de las políticas. La productividad y el cambio tecnológico marcarían entonces el rumbo económico de las sociedades.
Los resultados de ambos procesos fueron mixtos. La pobreza cedió, pero ganó espacio la desigualdad económica. El crecimiento al principio fue marcado, y luego de ralentizó. Esto obligó a buscar en otros intersticios explicativos, y así aparecieron las instituciones como elemento clave del desarrollo.
La caída del muro de Berlín pareció marcar una vía para el tránsito futuro. Se podía quizá confiar en los mercados y en todas las demás instituciones que los fortalecen, para que el progreso cayera como maná del cielo. Quizá eso que había sucedido de manera espontánea durante la Revolución Industrial (llamada “pausa de Engels” por los historiadores económicos) podía ahora inducirse para lograr el crecimiento de los países que quedaron atrás en la carrera por la opulencia.
A más de tres décadas de entonces, la realidad se ha mostrado más dicotómica: hoy se encuentranen el mundo países que siguieron esas líneas casi al pie de la letra y no despegaron, y otros que lo hicieron a contramano y avanzaron. Los hechos sugieren que lo que está en juego no es solo la cantidad de recursos disponibles, sino la forma en que se organizan las instituciones, en que se distribuye el poder y en que se define quiénes participan —y quiénes quedan al margen— del proceso de crecimiento.La historia no premia necesariamente a quien acumula más, sino a quien logra sostener el crecimiento, hacerlo inclusivo y resistir la tentación de excluir a los mismos de siempre.
Cuatro clases de países
Hace ya unos cuantos años, Simon Kuznets (Premio Nobel de Economía 1971) dijo que hay cuatro clases de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Lo que sigue a esa descripción del mundo es que si bien nuestros 18 mil dólares anuales per cápita no nos ubica entre los desarrollados, aunque tampoco nos hace descender al infierno de la pobreza planetaria. Nos dice también que somos una incógnita como Japón, que creció a la misma tasa que Noruega en el último siglo y medio. A la vez Kuznets nos sitúa en un limbo; nos hace sentir desclasados. No somos ni una cosa ni la otra. ¿Por qué esto es así?
De Piero: «La medición de la pobreza en Argentina sigue siendo un tema complejo desde los años 90»
Nuestra población está, en promedio, bien nutrida, pero a la vez, el nivel de inseguridad alimentaria afecta a más del 30% de la población. La totalidad de las niñas y niños están en la escuela, pero, según las pruebas de lectoescritura y cálculo, más de un tercio no entiende lo que lee y cerca de un 40% no puede hacer un cálculo sencillo. Tenemos un PIB per cápita medio-alto y un 40% de la población por debajo de los umbrales de pobreza.
Crecemos a veces a tasas desorbitantes y nuestros derrumbes económicos aplican adecuadamente para un récord Guinness.
En la historia pasó otro tanto. En 1860 el país probó con un estilo agroexportador. Le fue medianamente bien, con un ritmo de crecimiento nada despreciable del 2% anual. Claro que el esquema naufragó con la gran depresión de 1930. Se iniciaron entonces acciones de política económica orientadas auna industrialización que nunca concluyó, y la industria que se puso en marcha en el país fue desde el principio altamente dependiente de insumos clave, lo que habría de atar la economía a la disponibilidad de divisas de un sector que ya había perdido el dinamismo de la fase inicial: el sector primario.
El último cuarto del siglo XX fue espectador de un final anunciado.Interrupciones recurrentes de las instituciones del país (1930, 1962, 1966, 1976 para destacar los sucesos más importantes), sumado a un estilo de desarrollo basado en una industrialización dependiente de un mundo que ya estaba dejando atrás al motor de la acumulación de factores como fuente del crecimiento y apostando a la productividad y el cambio tecnológico como el nuevo horizonte. Al decir de Borges, bajo el farol amarillo ya no estaba Jacinto Chiclana.
Un futuro comprometido
Debido quizá a su particular historia demográfica, Argentina es un país con una población escasa y que envejece rápidamente. Dentro de unos pocos años, las personas mayores deberán ser sostenidas por quienes hoy son niñas, niños y adolescentes: 55% de ellos crecen en la pobreza, sin dinero, sin protección social y con una escuela que sólo logra enseñar lo que debe a una parte del alumnado. Por jóvenes, 60% de los cuales trabaja en la informalidad desarrollando empleos precarios, de baja calidad, sin proyección futura, con productividad cercana a cero y que, además, no está aportando al sistema de seguridad social. Nos habremos hecho viejos sin habernos hecho ricos.
Deberíamos quizá pensar que lo que hoy vislumbramos como problemas no son sino síntomas de una patología que subyace y cuya solución excede el tiempo necesario al de una (o dos) gestiones de gobierno. En este sentido es útil preguntarse: ¿Qué incentivos tiene una gestión de gobierno para ensayar procesos cuyos resultados se verán dentro de un cuarto de siglo?
¿Cuáles son esos síntomas? Quizá el predominante en Argentina sea la inflación. Creer que la inflación es la causa del estancamiento y la pobreza crónica es atribuir a un fenómeno social entidad propia; construir fetiches. La inflación es sólo un síntoma del estancamiento estructural y no su causa. Refleja precisamente esas tensiones que se esconden en la base de nuestra estructura, en los cimientos de nuestra sociedad,y que sólo la historia logra poner en evidencia. Sirvan sólo como ejemplos las tensiones entre clases (capital y trabajo); dentro de las propias clases(industriales y sector primario; sindicalistas y trabajadores precarios e informales);y entre capas productivas (sectores de alta productividad e ingresos y sectores con productividad nula y con pobreza laboral).
Por eso siempre necesitamos más de todo y cuando llega, esas tensiones lo devoran. Necesitamos más divisas, porque las que tenemos no alcanzan. Nos endeudamos, lo que aumenta la fragilidad internacional y la vulnerabilidad ante choques sistémicos como gobiernos de grandes potencias que deciden reducir la “ayuda al desarrollo”, por ejemplo.Quizá nunca fuimos ese paraíso que nos contaron, pero hoy estamos más lejos de alcanzarlo que nunca, y no por falta de ideas, sino de tiempo, paciencia y un proyecto que mire más allá del próximo mandato de gobierno y de enfrentamientos sociales.
En la Argentina seguimos viendo el crecimiento como una promesa pendiente. Lo necesitamos —o al menos creemos necesitarlo— para generar empleo de calidad, reducir la pobreza y estabilizar la economía. Pero no debe omitirse que en buena parte del mundo, crecer ya no es sinónimo de bienestar. Crecer es, a la vez, producir más residuos, más emisiones, más presión sobre un planeta al límite, aunque queramos borrar con el codo lo que firmamos con la mano (como el acuerdo de París, por ejemplo). Tal vez por eso sea necesario revisar incluso la forma en que formulamos el llamado “problema económico”.
La economía convencional lo define como la tensión entre necesidades infinitas y recursos escasos. Pero ¿y si fuera al revés? ¿Y si el verdadero desafío fuera administrar un mundo abundante en recursos —naturales, tecnológicos, humanos— frente a necesidades que en realidad son finitas? Quizá entonces, y sólo entonces, podríamos empezar a resolverlo.
Si bien en la Argentina estamos lejos aún de esa discusión, vale la pena enfatizarla puesto que el crecimiento fue, es y lo será aún por un tiempo la hipótesis de conflicto de todo el mundo capitalista. La pregunta es si alguna vez nos planteamos por qué esto es así. La pregunta no deja de ser importante, porque si seguimos corriendo tras lo inalcanzable, el verdadero paraíso perdido no será el que nunca tuvimos, sino el que podríamos haber construido. Entre todos.
*autor de «Teoría del Desarrollo» (Eudeba)