El día que Cristina Kirchner reconoció que el PJ desestabilizaba

A la incandescente discusión en torno de las responsabilidades por la violencia del jueves pasado la animó el tremebundo diagnóstico oficial de que lo que hubo fue “una especie de golpe de estado”. Taxonomía ésta del jefe de Gabinete Guillermo Francos. Patricia Bullrich sacó la palabra especie. Habló de “un intento de golpe institucional”.

Aunque a Milei el lenguaje extremo le parece un insumo natural de la política, denunciar la amenaza de un intento de golpe de estado o cosa similar no constituye una exclusividad suya como lo es llamar al Congreso nido de ratas. La Argentina lleva en su adn un largo, traumático historial de golpes de estado y quizás por eso, aunque los golpes clásicos no existan más, la dirigencia no se siente inmunizada. Casi todos los gobiernos de la nueva democracia denunciaron en algún momento conspiraciones desestabilizadoras de parte de sectores a los que llamaron golpistas. Algunas veces dieron nombres propios, otras no.

¿Pero existe hoy una amenaza golpista real? ¿Tiene asidero lo que dijeron Francos y después Bullrich, quien además acusó a dos intendentes peronistas? ¿Cuál sería el formato de un golpe de estado en estos tiempos?

La semana pasada, cuando manifestantes desgajados de la Plaza de los Dos Congresos aparecieron en Plaza de Mayo arrojando piedras a la Casa Rosada (las piedras consagradas a homenajear a las víctimas de la pandemia), en el gobierno no pensaron en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 ni en 1976. Se acordaron, lo dirán luego, de 2001.

No tiene nombre lo que sucedió en 2001. No tiene nombre en sentido literal: la falta de consensos sobre cómo categorizar esos sucesos impuso la amilanada costumbre de recurrir al año para designarlos. Aparte del encapsulamiento testarudo del presidente De la Rua, de sus desaciertos, de la implosión de la Alianza tras la renuncia del vicepresidente Chacho Alvarez y del tic tac que salía de la convertibilidad (bomba de tiempo que ni Domingo Cavallo, el padre, supo desarmar), es conocido que grupos peronistas del conurbano montaron sobre el descontento social sus pulsiones conspirativas. Por si hiciera falta certificarlo, allí está el análisis incontestable -se lo puede hallar en Youtube- de una experimentada dirigente del peronismo, la más importante.

“Quiero ser sincera -dijo Cristina Kirchner el 27 de diciembre de 2012-, se inauguró el primer tomo de los saqueos en el gobierno del doctor Alfonsín, más allá de la situación económica y social, con sectores políticos del PJ. Todos lo sabemos. Fui, soy y seré peronista pero antes soy argentina y la verdad no puede ofender a nadie”.

Para que quedase claro, la entonces presidenta pulverizó cualquier presunción de espontaneidad. “No fueron espontáneos esos saqueos que provocaron la salida de Alfonsín, todos lo sabemos (…) Lo mismo pasó en 2001, más allá del estado de sitio o la golpiza a las Madres de Plaza de Mayo”. Del mismo modo habían sido “provocados”, dijo, los saqueos que acababan de ocurrir, iniciados en Bariloche y extendidos a todo el país, con un saldo de cuatro muertos y numerosos heridos. “Lo que se intentó hacer (en los días previos al discurso) es una versión decadente, una mala copia de lo que sucedió en otros momentos históricos. Este es un manual de instrucciones: saqueo, violencia y desestabilización del gobierno”. También se la tomó con los jueces: “Lo único que le pido a la Justicia es que intervenga y condene a las personas que rompen el patrimonio de otros”.

¿Por qué reconoció tan abiertamente que sectores políticos del PJ fueron los desestabilizadores de gobiernos no peronistas? Entusiasmada con su altisonante libertad de expresión, al hablar sin papeles casi a diario por cadena nacional Cristina Kirchner solía desdibujar la frontera entre los párrafos calculados y las germinaciones del fervor. Las estadísticas falsificadas del Indec hablaban en 2012 de 2,2 millones de pobres, mientras el Observatorio de Deuda Social de la UCA informaba que los pobres eran más de 11 millones. Sin embargo, voceros del gobierno kirchnerista como Juan Manuel Abal Medina, jefe de Gabinete, o Sergio Berni, el secretario de Seguridad, explicaban que la violencia desatada ese verano contra el gobierno kirchnerista no tenía nada que ver con la pobreza ni con las necesidades de sectores marginales, era de origen político. El gobierno señalaba a sindicalistas, en particular a Hugo Moyano, quien se hallaba en temporada opositora. Ningún subordinado se atrevió a desarrollar con más profundidad el sinceramiento presidencial. Cristina Kirchner, la misma que ahora redujo la violencia del jueves a un Milei que “manda a apalear viejos”, nunca volvió a hablar del peronismo como sujeto conspirativo. Es posible que las explicaciones que dio sobre las caídas precipitadas de Alfonsín y De la Rua (no muy distintas de las que siempre ofreció el radicalismo y que por otra parte figuran en unos cuantos libros de historia) generaran en el subsuelo del peronismo tanta molestia como reproches.

Excluidos los levantamientos carapintadas, los militares llevan casi medio siglo sin salir de los cuarteles para derrocar gobiernos constitucionales y no parecen hoy estar en condiciones ni con ánimo ni con líderes ni con presupuesto ni con nada como para reponer el fragote. Más aun, en las Fuerzas Armadas de hoy muy pocos deben saber que en las décadas del cincuenta y sesenta para la conspiración militar el lunfardo ofrecía el verbo fragotear. En cambio, ganan espacio lo que algunos académicos describen como conatos de golpes no convencionales o ataques al sistema a la manera del asalto al Capitolio fomentado primero y perdonado después por Trump. A veces las desestabilizaciones son difíciles de probar en sede judicial, pero se parecen a las brujas: que las hay, las hay. Nada nuevo. El poder y la conspiración son igual de antiguos.

Autor de Considérations politiques sur le Coup d’État (1639), el bibliotecario y ensayista Gabriel Naudé fue quien acuñó la expresión golpe de estado. Lo consideraba un ardid principesco destinado a salvaguardar el bien público. Un golpe era para Naudé, por ejemplo, la decisión de Catalina de Medici de exterminar a los Hugonotes la fatídica noche del 24 de agosto de 1572. Con el tiempo cambió el significado y se convirtió en un cambio violento de gobierno producido al margen de las normas constitucionales. El golpe palaciego devino una variante más o menos frecuentada. En estas tierras lo abundante fue una subcategoría castrense desplegada adentro de los gobiernos militares (Rawson, Ramírez, Onganía, Levingston, Viola, Galtieri, todos ellos fueron generales golpistas despuestos por otros militares golpistas). Pero también hubo una subcategoría de golpes palaciegos en gobiernos peronistas (Cámpora, Rodríguez Saá).

Se la llame o no golpe de estado, la caída de De la Rua quedó asociada, como hecho singular, con la treintena de muertos que hubo entre la Plaza de Mayo y la Avenida 9 de Julio. Una tragedia que, sin embargo, singular no fue. El derrocamiento de Ramón Castillo por la Revolución del 43, cuya materia gris fue el coronel Perón, también costó, casualmente, treinta vidas. Causó treinta muertos y cien heridos el mismo 4 de junio de 1943 un combate entre fuerzas leales y golpistas frente a la ESMA, lugar hoy muy nombrado, pero nunca por este motivo.

Aquella misma “revolución”, este es un hecho curioso, arrancó con un golpe palaciego. Transcurrido un fin de semana, el general Arturo Rawson, el flamante presidente que había llegado a la Casa Rosada en un camión de asalto, tuvo que dejar el poder cuando el Ejército, a través del coronel Elbio Anaya, lo conminó a retirarse en un jeep militar. Un fallido intento de armar el gabinete mezclando pro nazis con aliadófilos disgustó al estado mayor.

En la historia argentina, lamentablemente, el volumen de la voluntad popular expresada en las urnas poco inhibió a amplios sectores de la población a apoyar o patrocinar golpes de estado. Yrigoyen fue derrocado un sábado, en 1930, mientras se hallaba en su casa con gripe. En 1928 había obtenido algo así como el doble de votos que los de todos sus rivales juntos. A Perón lo voltearon en 1955 tres meses después del brutal bombardeo de Plaza de Mayo, todo ello al año siguiente, apenas, de haber obtenido (en elecciones vicepresidenciales) el mayor respaldo popular de toda su vida. Ambos derrocamientos fueron apoyados por importantes sectores de la población.

La Revolución del 43 ilusionó a sectores nacionalistas y enemigos de la reposición del fraude, la Libertadora llenó la Plaza de Mayo en la jura de Lonardi, Frondizi fue preso en 1962 sin que nadie dijera nada, la caída de Illia alegró a destacados peronistas y el golpe de 1976, mal que le pese a al relato histórico políticamente correcto, fue aplaudido por una parte enorme de la sociedad.

En conclusión, la historia en blanco y negro no existe. Y sí, hay algo ambiguo, una erosión intencionada y maliciosa, que podría ser llamada especie de golpe. No es de ahora, los justificativos que encuentra quien ejerce violencia para desestabilizar al gobierno que detesta son casi infinitos. Todos los gobiernos, también por supuesto los que tienen fuerte respaldo popular, regalan argumentos (a Illia le reprochaban que era “lento”) a quienes quieran erigirse en protectores del pueblo, guardianes de la patria, responsables del control de calidad democrática o vaya a saber qué, por encima de las reglas de la escritas en la Constitución.

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